Hace ya unos años, cuando se estaba gestando el programa RIS3 (“Regional Innovation Strategy- Smart Specialization”), la Unión Europea publicó uno de sus informes sobre innovación: “Connecting Universities to Regional Growth: A Practical Guide”. En dicho informe se pone de manifiesto y se caracteriza el “European Gap”: la tremenda distancia entre la ciencia y la realidad industrial existente en los países miembros (especialmente, en algunos).
Este gap se debe a la falta de instrumentos financieros disponibles en una parte de la cadena de valor del sistema ciencia-tecnología-industria: aquéllos que permiten la conversión del conocimiento en producto comercializable. La UE ha dispuesto tradicionalmente importantes instrumentos de financiación de las fases iniciales (ciencia), y ha instado a los estados a desarrollar potentes y competitivos sistemas científicos, bajo la hipótesis de que la ciencia generada fluirá de forma natural hacia la economía. La construcción de una sólida base científica es el punto de partida de todo sistema de innovación. Además, la dotación de recursos públicos para la generación de conocimiento, por el simple bien de la humanidad, es un principio exento de cualquier duda. La ciencia es el motor indiscutible del progreso, al sentar las bases del conocimiento y extender el espíritu crítico y el método de investigación a todos los rincones de la actividad humana. Y el conocimiento generado es, en general, público, disponible para cualquiera. No hay, por tanto, problema en destinar recursos públicos a la ciencia.
Genera muchas más dudas y es filosóficamente mucho más discutible destinar parte de esos recursos a la empresa. Efectivamente, financiar con recursos públicos una actividad empresarial, además de la sistemática duda sobre su ánimo de lucro, puede distorsionar gravemente la competencia. Especialmente, si además los diferentes estados miembros, regiones y administraciones locales entran en competencia por la atracción indiscriminada de actividades productivas (generadoras de puestos de trabajo) ofreciendo fondos al mejor postor para que se ubique en su área de influencia. Sin duda, la falta de control propiciaría una destrucción del funcionamiento natural del mercado y de la libre competencia. Para ello, precisamente, están las leyes de la competencia europeas y, derivadas, el encuadramiento comunitario a la I+D, que permiten de forma singular financiar públicamente actividades de desarrollo tecnológico en empresas, puesto que existe un fallo de mercado en las mismas. El mercado no invierte en lo que no entiende, y, por ello, tiende a invertir de forma subóptima en I+D, aunque eso sea social y económicamente deseable. El mercado es cortoplacista y averso al riesgo, por eso detesta la I+D. Aunque la I+D industrial sea la base económica competitiva de las naciones.
Y todo ello nos lleva a la terrible paradoja europea: la lógica anterior, la propia cultura europea, y sus leyes, fomentan una concentración de recursos públicos, una focalización del esfuerzo innovador, en la generación de conocimiento público. Existen, por tanto, mecanismos públicos de financiación de investigación pública, y se siente aversión a financiar públicamente cualquier cosa que suene a producto comercializable.
Simétricamente, no habrá capital privado dispuesto a financiar ciencia por el bien de la humanidad (salvo honrosas excepciones de mecenazgo). Y habrá poco capital privado dispuesto a financiar proyectos de investigación que no tengan una salida clara y rápida al mercado. En resumen, los recursos públicos tenderán a centrarse en las fases iniciales (ciencia, cuanto más básica, mejor), y los privados en las finales (producto, cuanto más comercializable, mejor). Los extremos de la cadena de valor están resueltos. En medio, no hay nada. O casi nada, en Europa, puesto que las fases intermedias (pruebas de concepto, prototipos y demostraciones de escalabilidad) son científicamente demasiado poco atractivas y, a la vez, demasiado arriesgadas e inciertas para la entrada de capital privado.
En otros ecosistemas, la lógica ha sido otra. En USA, los potentísimos mecanismos de compra pública innovadora financian el gap. En Japón, Corea del Sur, Singapur o Taiwan, la ciencia siempre ha surgido de la demanda industrial. En Israel, la solución se halla en fondos financieros mixtos (públicos-privados).
Europa, y sus estados miembros, de forma colectiva e individual, deben resolver este gap, o perderán definitivamente el camino del futuro y del bienestar… ¿Quo vadis, Europa?