Artículo publicado en La Vanguardia el 18/03/2018
Una disrupción a gran escala podría llegar en breve a la industria agroalimentaria. Quizá en unos pocos años fabricaremos carne en casa. En un pequeño electrodoméstico, como una cafetera (en realidad, un biorreactor) pondremos una minúscula cápsula de células madre de ternera junto a un paquete de tierra abonada (quizá de nuestro jardín), y agua. Y, en unas horas, surgirá una hermosa hamburguesa. Libre de bacterias y de antibióticos. “Clean meat” (carne limpia), según la terminología. Parece ciencia-ficción, pero Richard Branson (Virgin) y Bill Gates (Microsoft) ya han invertido cantidades multimillonarias en startupsde esta tecnología. Y la industria cárnica norteamericana se ha puesto en estado de alerta. Para el status-quo, esto no es “clean meat”, sino “fake meat”(carne falsa). Aunque sea genéticamente idéntica a la original. La reacción de la industria es natural: ante el cambio tecnológico, siempre hay voces opuestas, legítimas, que ven en riesgo sus actividades.
Andy Grove, uno de los fundadores de Intel, dijo que “el éxito en los negocios contiene la semilla de su destrucción. La complacencia alimenta el fracaso. Sólo sobreviven los paranoicos”. Nadie como Grove, alto directivo de una empresa de semiconductores, sabía cómo la tecnología reconfiguraba las reglas del juego. La paranoia de la cual hablaba Grove es una sana práctica en el management moderno: la anticipación al cambio, la búsqueda de alertas tempranas, la exploración de nuevos escenarios competitivos, y la voluntad de capturar el valor del cambio antes de que lo hagan otros. Cambiar antes de que nos cambien. Provocar nuestra propia obsolescencia antes de que nos vuelvan obsoletos nuestros competidores. Lamentablemente, muchos directivos se han formado bajo paradigmas de estabilidad más propios del siglo XX que de la Era Digital. En el fondo, sufrimos aversión al cambio. No estamos genéticamente predispuestos a cambiar, y menos de forma abrupta o disruptiva. Durante milenios nos hemos desarrollado en entornos de estabilidad. Hoy, la incertidumbre, el temor a lo desconocido, a quedar en evidencia ante un cambio organizativo o tecnológico, o a perder status, nos paraliza. Sufrimos constante angustia, inseguridad y estrés, que, en palabras de José Antonio Marina, es miedo sin peligro. Hoy no se nos comerá un león de las cavernas como en el Paleolítico, no nos amenaza ningún peligro inminente. Pero tenemos miedo. Miedo al cambio. Y, como reacción natural, nos negamos a aceptarlo. “Mi sector no va a cambiar, todo está inventado en esta industria”.
En definitiva, escepticismo y oposición ante la innovación. Y la historia nos demuestra cada día cómo cosas que eran imposibles, de golpe, se vuelven realidades. Si en 1990 le hubiéramos dicho a un economista que, veinte años después, tendríamos toda la información del mundo en nuestro hogar, hubiera afirmado que era absurdo. Hubiera calculado los costes, y hubiera tomado como referencia la biblioteca más grande del mundo: la del Congreso de Estados Unidos. 160 millones de libros, 600 millones de dólares de presupuesto anual. Imposible reproducir la Biblioteca del Congreso en casa. Pero hoy tenemos toda la información accesible a través de nuestro PC. Y no sólo en casa: en nuestro bolsillo, y en cualquier lugar, mediante dispositivos móviles. Ha cambiado el paradigma tecnológico: cosas imposibles se vuelven repentinamente cotidianas. La historia de la innovación nos demuestra cómo ni siquiera los mejores especialistas de cada momento son capaces de anticipar el futuro, ante el cambio tecnológico. Steve Ballmer, presidente de Microsoft, afirmaba que “no hay ninguna opción de que el iPhone vaya a significar cambio alguno en el mercado”. Ken Olson, presidente y fundador de Digital Equipment, dijo en 1977 que “jamás, nadie, por ningún motivo, iba a querer un ordenador electrónico en su casa”. Claro que él pensaba en ordenadores del momento, de 200 Kgs de peso y unos cuantos metros cúbicos de volumen. Thomas Watson, en 1947, creía que “el mercado de ordenadores será de unas cinco unidades anuales en el mundo”. Entonces, los ordenadores pesaban 5 toneladas. En esa época, un directivo de la 20th Century Fox aseguró que “la televisión no tiene futuro, nadie va a estar sentado ante esa caja cada noche”. O, mucho antes, el presidente de un gran banco americano aconsejaba a sus clientes que no invirtieran en Ford Motors, pues “lo que es seguro es que el caballo existirá siempre, el automóvil es sólo un nuevo invento dudoso”. Y podríamos seguir incrementando la lista de grandes visionarios: Lee Forest, inventor de las válvulas electrónicas de vacío, tenía claro que “independientemente de todos los avances futuros, es imposible que jamás un humano pise la luna”. William Preece, presidente de la British Post Office, ante la invención del teléfono, dijo que “los americanos quizá necesiten teléfonos, pero nosotros vamos sobrados de repartidores de mensajes”. Y alguien con una indudable capacidad estratégica, como Napoleón, despreció la máquina de vapor: “¿cómo quiere usted vencer las corrientes marinas y la fuerza del viento encendiendo un fuego en el interior de un bajel? Perdone, no tengo tiempo de escuchar esa estupidez”.
Hoy múltiples voces afirman que nunca llegará al mercado la carne artificial, que jamás veremos vehículos autoconducidos, que es imposible que nos hagamos amigos de un avatar digital, que dispongamos de energía gratuita, o que una renta básica universal en un mundo de hiper-productividad tecnológica es inviable. Quizá la transición sea costosa. Pero veremos quien gana: si las fuerzas del cambio tecnológico (en definitiva, las del futuro), o las fuerzas del pasado, del inmovilismo y del status-quo.
Em preocupa molt l’assumpte de l’hamburguesa. Un cop menjada i digerida, aportarà una quantitat d’energia al seu afortunat menjador. Però aquesta quantitat serà necessàriament inferior a l’energia empleada per produir l’hamburguesa. Quan les hamburgueses vénen dels vedells, i et fixes en la quantitat de menjar que consumeix un vedell, els comptes, així a cop d’ull, em surten. Però en aquest cas, d’on sortirà tanta energia? A més de Virgin i Microsoft, se sap si alguna elèctrica ha invertit també en aquesta tecnologia?
Està vostè segur que Andrew Grove va dir ‘paranoic’? Potser volia dir ‘agosarat’, ‘intrèpid’, ‘valent’ o ‘arriscat’. Però si realment va dir que al món dels negocis només sobreviuen els paranoics i sabia el que es deia i tenia raó, llavors això explicaria moltes coses.