La estrategia es el máximo exponente de la práctica directiva. Se suele concebir como un plan a largo plazo que integra un conjunto de unidades especializadas (equipos, departamentos y divisiones), para conseguir objetivos conjuntos. Sun Tzu, general de la antigua China, autor de El Arte de la Guerra, escribió algo similar. Todavía hoy, dos milenios más tarde, muchos directivos tienen una noción de la estrategia parecida a la de Sun Tzu. No en vano, gran parte de lo que sabemos en estrategia de negocios proviene de la guerra antigua. “Estrategos” era el general de los ejércitos griegos. Conceptos como “posicionamiento”, “ofensiva comercial”, “headquarter” o “supply chain” tienen orígenes militares. Desafortunadamente, las primeras grandes organizaciones fueron los ejércitos: los humanos nos organizamos y cooperamos a gran escala, en primera instancia, para luchar. Durante el siglo XIX, en plena revolución industrial americana, las primeras grandes corporaciones empresariales contrataron los únicos especialistas del momento en liderazgo de equipos: profesionales formados en la milicia, que había bebido de los clásicos de la guerra, desde Sun Tzu a Napoleón. El managementhunde sus raíces más profundas en ellos. Los organigramas se inspiraron en estructuras jerarquizadas. Se contemplaba la conquista de un mercado como la de un pedazo de terreno virtual, y la planificación estratégica y las operaciones empresariales se basaron en modelos de lentos ejércitos de línea. Ejércitos que desaparecieron hace justo un siglo, al final de la 1ª Guerra Mundial. La 2ª Guerra Mundial alumbró otros estilos militares: la blitzkrieg, o guerra relámpago. Evitar el choque frontal mediante el flaqueo inesperado del enemigo con unidades rápidas. Y el final del siglo XX estuvo salpicado de guerras de guerrillas, culminadas por los atentados del 11-S. Innovación disruptiva en el conflicto global. Los ejércitos de corte napoleónico habían dado paso definitivo a las operaciones especiales.
En paralelo, en el management, y coincidiendo con el inicio del proceso globalizador, Henry Mintzberg (McGill) certificó el final de la planificación estratégica y Michael Porter (Harvard) redujo la estrategia a un dilema. La estrategia dejó de ser un plan, para convertirse en una decisión (strategic choice): dar el mismo valor que los competidores (a un menor precio), o dar un valor mayor a un precio más elevado. Competir en océanos rojos, saturados y teñidos de la sangre de los competidores, o competir en océanos azules, libres de la competencia. En mercados avanzados se abre paso la segunda opción: la mejor manera de competir es, paradójicamente, no competir. Blitzkrieg: flanquear a la competencia. Olvidar la erosiva guerra de trincheras de los costes, diferenciándonos. Sólo así mantendremos márgenes suficientes para retribuir al accionista y afrontar inversiones de largo plazo, como la I+D. Los directivos deben obsesionarse con la diferenciación. Ser diferentes en producto, en proceso, en organización, en márketing, en tecnología, en modelo de negocio o en experiencia de consumidor. La mera reducción de costes, la vieja eficiencia operativa, es necesaria, pero insuficiente. Es una obligación directiva, un factor higiénico. Pero jamás debe ser una estrategia. La verdadera esencia de la estrategia pasa por construir y proteger factores de diferenciación. Rumelt (Universidad de California) define el proceso estratégico como “un análisis certero de la realidad, una propuesta de valor diferencial, más un plan de acciones consecuente y coherente”. Pero, para diferenciarnos, deberemos introducir novedades respecto a los competidores, o a nuestra antigua forma de competir. Inevitablemente, tendremos que innovar. La innovación emerge, pues, como un mecanismo de diferenciación estratégica: innovamos para diferenciarnos.
¿Cómo? En un mundo de turbulencia creciente, perdemos visibilidad de mercado. El mercado es cada vez más volátil y difuso. Por ello, los procesos de planificación estratégica se substituyen por procesos de cambio fluido: adaptación estratégica (evolucionar con el mercado), o anticipación estratégica (revolucionar el mercado con soluciones disruptivas). Las organizaciones pivotan de un producto a otro, de un mercado a otro, de un modelo de negocio a otro, en un continuo proceso de experimentación. Sólo experimentando un organismo puede aprender. La estrategia se vuelve introspectiva: dada la incertidumbre del entorno, es preciso centrarse en el interior: ¿en qué somos realmente excelentes? ¿Cuáles son nuestras core competences? (aquello que nos hace únicos, insubstituibles e inimitables). Sólo sobre ellas podremos construir nuevas ventajas competitivas. La empresa se enfrenta a una continua tensión organizativa: reforzar las competencias clave a la vez que pivotar hacia otros espacios de mercado. Explotar el negocio clásico, a la vez que explorar nuevas oportunidades. Y, para explorar, no servirán los lentos ejércitos de línea útiles en la guerra de trincheras. Los equipos de innovación son fuerzas especiales. Comandos orientados a la acción rápida, la improvisación y el aprendizaje, que salen a la captura de nuevas oportunidades mientras el ejército de línea protege el núcleo de negocio.
En todo ello, aflora una duda final: ¿la estructura sigue a la estrategia, como afirmó magistralmente Alfred Chandler (Harvard) en 1962? En un mundo de desbordamiento tecnológico, ¿las decisiones estructurales vienen dadas por una estrategia predefinida? Especialmente, en sectores de alta velocidad parece que ya no es así: hoy, una parte de la estructura (la tecnología) condiciona, habilita, define o multiplica a la estrategia. Si no, pregúnteles a Google, Amazon, Apple, Facebook o Microsoft.
Artículo publicado en La Vanguardia, 18/11/2018
Creo que los que te leemos conocíamos ya tu argumentos. Pero esta síntesis del pensamiento estratégico es genial. Magnifico artículo.