Uber, el último unicornio, ha salido a bolsa. Su historia es la mayor historia de creación de riqueza corporativa en EEUU desde el debut de Facebook en el mercado financiero. Otro relato épico de Silicon Valley, enmarcado dentro de la dinámica tecnológica del valle del silicio, pero también de la nebulosa especulativa que lo acompaña: 80.000 millones de dólares para una empresa que no ha ganado todavía un solo dólar. Su modelo de negocio está por consolidar, y el movimiento hace inmensamente ricos a unos pocos visionarios y emprendedores, con el controvertido Trevis Kalanick a la cabeza (anterior CEO, envuelto en diferentes escándalos sexuales y de gestión).
La idea de Garret Camp de tener flotas privadas de taxis coordinadas por una aplicación móvil ha tenido un suculento retorno: su participación en la empresa le otorga 3.700 M$. Una idea sin barreras de entrada, que podía haberse desarrollado en un aula. Una idea cuya ingeniería de programación es simple y, que una vez lanzada a los canales digitales, gana adeptos exponencialmente. Una idea que deberían haber tenido Ford, General Motors, Volkswagen o Toyota.
Sin embargo, la historia de Uber y el contrasentido de valorar a ese nivel a una empresa en pérdidas tiene su lógica. Aunque muchos se resistan a verlo, se está produciendo un cambio sísmico, irreversible, en el sector más emblemático de la historia industrial del último siglo: el automóvil. La antigua máquina mecánica se convierte a pasos agigantados en un dispositivo electrónico que converge con la tecnología móvil (no en vano, el Salón del Automóvil de Barcelona pasa a llamarse Automobile Barcelona, aproximando el nombre al del Mobile World Congress). Varias fuerzas se concentran sobre el automóvil: el progreso de la batería eléctrica, la tecnología de autoconducción impulsada por IA, y la servitización y entrada en el ecosistema móvil del servicio de transporte (en lugar de comprar un activo, alquilaremos un servicio).
Si la tecnología de autoconducción triunfa, la configuración de los flujos de tráfico cambiará drásticamente: los vehículos no actuarán guiados por las decisiones individuales (y egoístas) de sus conductores, sino que lo harán en lógica sistémica, gobernados por un algoritmo central. Los comportamientos competitivos (llegar a tiempo a costa de lo que sea), se convertirán en comportamientos cooperativos computerizados (los atascos de tráfico dejarán de existir, disueltos por el algoritmo de control central incluso antes de que se produzcan –los podrá anticipar-).
Esta semana he invitado a mis clases al profesor Santi Royo, director de CD6 (Centro de Desarrollo de Sensores y Sistemas de la Universidad Politécnica de Catalunya). Es, además, fundador de varias startups, entre ellas Beamagine, fabricante de dispositivos lidar (light detection and ranging), de uso, entre otras cosas, en vehículos autónomos. Nos impartió una magnífica conferencia sobre el futuro del sector. La emergencia del vehículo autoconducido impactará de forma significativa cadenas de valor adyacentes. No en vano, alrededor del mundo del automóvil se han configurado gran parte de los usos y costumbres de la moderna sociedad industrial occidental, y ha generado numerosos negocios colaterales que también van a cambiar.
En primer lugar, impactará obviamente en los fabricantes de automóviles (que deberán acelerar su ritmo de desarrollo tecnológico, cambiar su portfolio de producto, adaptarse a nuevas previsiones de demanda –quizá menores series-, y convertirse en proveedores de servicios y en generadores de ecosistemas de aplicaciones digitales). Como siempre que ocurre una disrupción tecnológica, el sector está en un momento de fermentación (por no decir caos), en el cual diferentes formatos del vehículo del futuro emergen y compiten entre ellos por definir la próxima arquitectura dominante. Posiblemente, pasemos por diferentes fases de automatización: “feet off” (vehículos sin pedales), “hands off” (las manos fuera del volante), “eyes off” (sin necesidad de mirar la carretera), “mind off” (nos podremos distraer en otras actividades dentro del coche), y, finalmente, “driverless” o completamente autónomo. Cada marca, preexistente o emergente hace sus propias apuestas.
Pero además, la automatización del vehículo afectará a la cadena de talleres de reparación (que deberán especializarse en dispositivos electrónicos, con sofisticados sistemas de alerta y mantenimiento preventivo/ predictivo); a taxis y camiones (veremos cadenas de camiones autónomos en las autopistas, comportándose como trenes), a aerolíneas (que verán competencia en cortas distancias por coches-oficina o coches-dormitorio), hoteles y bares de carretera (cambiará en comportamiento del conductor, que se convertirá en pasajero, con menor necesidad de paro), autoescuelas (¿será necesario aprender a conducir?), sistemas de control (¿serán necesarios semáforos, multas o policía de tráfico?), párkings (si los vehículos están permanentemente en circulación, con un aprovechamiento del 100%, ¿en qué se convertirán los inmensos párkings urbanos subterráneos? ¿en night clubs? ¿Y cómo impactará todo ello en la geografía urbana, donde trillones de metros cuadrados de párking se liberarán?)
La conducción autónoma avanza a pasos agigantados. Waymo (Google) acumula dos millones de millas conducidas, con sólo un accidente. Una tasa 10 veces inferior a la de los conductores más experimentados, y 40 veces inferior a la de los conductores noveles. La salida a bolsa de Uber es un paso más en la inmensa transformación sectorial en curso. Con luces y sombras. El valor concedido por el mercado financiero a Uber supera a la suma del de Ford y BMW juntas. Pero éstas dos emplean más de 300.000 personas, con salarios medios de 26 $/hora. En Uber, son de 9 $/hora, y aún van a ser substituidos por algoritmos. ¿Economía extractiva o signo de los nuevos tiempos? De hecho, el futuro de empresas como Uber o Lyft pasa por conseguir, definitivamente, que los conductores sean sustituidos por máquinas. Esto reduciría su estructura de costes en un 70%, convirtiendo sus pérdidas actuales en montañas de beneficios. La salida a bolsa de Uber, y su valoración en 80.000 millones es, en el fondo, una apuesta de la industria tecnológica y del mercado financiero de que esa substitución se va a producir.