Los progresos en inteligencia artificial y nuevas tecnologías digitales abren iniciativas sorprendentes en campos tan inesperados como la propia muerte. ¿Puede la revolución tecnológica cuestionar, o como mínimo difuminar las fronteras del más allá? El debate supera el rápido avance biomédico, que situará la longevidad en los límites de lo biológicamente posible. En la esfera digital, encontramos startups como eterni.meque le ofrecen hacer un Skype con sus parientes o amigos fallecidos. ¿Espeluznante? De hecho, la oferta real es configurar un avatar, un humano digital con el rostro, la voz, las expresiones, la personalidad y el conocimiento de alguien que quizá ya no está entre nosotros. La empresa ha recibido más de 40.000 pedidos, aunque de momento sólo dispone de versiones beta. Avances en el desarrollo de avatares digitales con inteligencia emocional, como los desarrollados por la empresa Soul Machines permiten crear humanos virtuales con un escalofriante realismo. Pero, ¿y si esos humanos digitales fueran clonesde nosotros mismos? La inteligencia artificial posibilita hoy capturar información de una persona (leyendo, por ejemplo, sus mails y sus comentarios en las redes sociales, visionando sus fotos y su navegación por internet, analizando sus vídeos…), y conformar un clon digital con un comportamiento similar al original. ¿Y si, en un futuro próximo, nuestro smartphone fuera capturando trazos de nuestro comportamiento, grabando y analizando nuestras conversaciones, registrando nuestros desplazamientos, registrando todos nuestros documentos y comentarios y, al final, cuando ya no estemos, nuestros hijos pudieran comunicarse con un clon digital que condensara todo ese conocimiento e información? Nos podrían pedir consejo cuando nosotros no existiéramos.
No estamos, en absoluto, tan lejos de esta posibilidad. La inmortalidad digital está al alcance de nuestras manos. El profesor del MIT Hossein Rahnama ya está trabajando en la clonación digital de un CEO de una empresa financiera que desea seguir siendo consultado en operaciones críticas, cuando esté en el otro mundo. Para ello, está desarrollando la app Augmented Eternity. Esta corriente tecnológica de incursión en el más allá la inició hace pocos años la experta en software Eugenia Kuyda, quien creó en 2015 un chatbot a imagen de su mejor amigo, Roman Mazurenko. El bot fue entrenado volcando los mensajes personales de Mazurenko y sus publicaciones en redes sociales a una red neuronal soportada por TensorFlow, el software de inteligencia artificial de Google. Según Kuyda, el bot no es “preciso ni pulido”, pero “sus reacciones recuerdan extrañamente a Mazurenko”
La idea del clon digital tiene aplicaciones de negocio que se sitúan en ámbitos más mundanos: un reputado médico podría dar acceso a un avatar digital suyo para consultas preliminares. Un experimentado abogado podría generar una línea de negocio low-cost de consultas a su avatar (en lugar de a él directamente). Se podría democratizar así el conocimiento de líderes científicos, filósofos, políticos… Investigadores, tecnólogos y futurólogos están evaluando las inesperadas posibilidades de esta tecnología: ¿podríamos crear un avatar digital de un personaje histórico? ¿Podríamos hablar con George Washington, Winston Churchill o Kennedy desde casa? ¿Podríamos hacer revivir a Ronald Reagan y preguntarle qué piensa de Donald Trump? ¿Sería posible recrear una conversación entre Adolf Hitler y Joseph Stalin? Proyectos preliminares ya han capturado los trazos de Rembrandt y han permitido “revivir” el genio creativo del pintor, elaborando nuevos cuadros con la técnica precisa del original. Y se han creado nuevas sinfonías “a lo Bach” a partir de la captura mediante inteligencia artificial de la habilidad compositora de Bach.
Con los clónicos digitales se abren nuevos debates éticos: ¿se deberían tratar las memorias, el conocimiento, y el temperamento de una persona fallecida, condensados en un clon digital, como una categoría de restos humanos (no biológicos, sino informacionales)? ¿Se deberían someter a códigos y a legislación, como en el caso de la exposición de cadáveres antiguos en museos? Y… ¿qué pasaría si alguien intentara “vendernos” productos a través de un nuevo y discutible canal comercial: el clon digital de una persona querida fallecida? ¿Se podrían hackear o manipular esos clones, para hacernos adictos a ellos? ¿Y si alguien quiere vendernos a precio de oro actualizaciones o versiones superiores de ese avatar de un ser querido (nuestro padre, hermano o esposa), como pasa en uno de los visionarios episodios de Black Mirror?
Otras startups, como Nectome, ofrecen tipos de inmortalidad tanto o más inquietante: ¿y si toda la información contenida en nuestro cerebro (recuerdos, experiencias, emociones) pudiera guardarse en la nube, como un fichero informático? Naturese hacía eco recientemente de otro frente ético abierto: ¿se podría hacer crecer un cerebro en laboratorio a partir, por ejemplo, de células madre? Indudablemente, sí. Pero, ¿qué pasaría si ese cerebro desarrollara algún tipo de emoción, sentimiento, dolor…? ¿Tendría identidad, un cerebro crecido en un biorreactor, sin cuerpo anexo?
Dejando aparte las iniciativas más escabrosas, obviamente los avatares digitales no contendrían nuestro fantasma en el ordenador. Pero podrían condensar toda nuestra información vital, nuestro carácter y temperamento, nuestras expresiones y lenguaje emocional… Podrían ser «nosotros» en una pantalla digital. Y vivir para siempre en un PC. En mi caso, por cierto, pueden descartar la idea 😉