Un blog para los apasionados de la Innovación 6.0

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El coste de la obsolescencia

Nuestros genes no están preparados para el cambio. Durante cientos de generaciones, el entorno ha cambiado muy lentamente. Si hubiéramos nacido en algún lugar de Europa a mediados del siglo XIX seríamos exactamente lo mismo que habían sido nuestros padres. Nuestros hijos serían lo mismo que nosotros; y vivirían en un contexto geográfico cercano. La velocidad de transmisión de una noticia era, con suerte, la de un caballo. Así que, lo que pasara a miles de kilómetros de distancia era irrelevante. Tres generaciones atrás, nuestros bisabuelos vivían en el campo, y trabajaban de forma autónoma. No había tanta diferencia entre su estilo de vida y el de los campesinos del Renacimiento, de la Edad Media o de la antigua Roma. La vida era dura, pero estable: el futuro sería igual que el pasado, como máximo una proyección lineal del mismo. Durante 2.000 años prácticamente no sufrimos cambios tecnológicos que afectaran significativamente a nuestras vidas. Pero hoy es imposible anticipar cómo estaremos dentro de unos años, o dónde vivirán y trabajarán nuestros hijos. El filósofo José Antonio Marina afirmó que “el estrés es miedo sin peligro”. Tenemos miedo, aunque no sufrimos peligro inmediato. No nos devorará un león de las cavernas, como a nuestros ancestros, pero tenemos miedo a la incertidumbre del futuro. Vivimos en una vorágine de cambio, resultado de la superposición de cuatro fuerzas transformadoras: climática (es evidente que el planeta modifica su comportamiento), tecnológica (esta misma semana hemos tenido noticias relevantes sobre disrupciones en procesadores cuánticos, con un sorprendente nuevo chip de Microsoft), geopolítica (baste ver lo que ha pasado con el retorno de Trump al poder), y demográfica (con inversiones en las pirámides poblacionales e intensas corrientes migratorias). El mundo que conocimos está siendo triturado en un túrmix, y la resultante es imposible de prever.

En los últimos días hemos asistido a un nuevo giro de guion en esta serie de Netflix en que se ha convertido la geopolítica global. En 2017 se inició una guerra arancelaria y tecnológica entre EEUU y China cuando, en su primer mandato, el presidente Trump prohibió el despliegue de tecnología china 5G (comunicaciones digitales) en su territorio. Se empezaron a dibujar dos esferas de poder (EEUU y sus aliados, por un lado; y el eje chino-ruso en el otro). Surgían dos bloques antagónicos que competirían por la hegemonía tecnológica y estratégica global. Se rompió la cosmovisión que había imperado desde la caída de la Unión Soviética: el mundo no iba a converger hacia un estándar único e internacional. El planeta no se convertiría en un mercado único. La globalización estaba agonizando. Dos tercios de la humanidad (en una diagonal desde Vladivostok hasta la Patagonia -Rusia, China, el Cáucaso, Oriente Medio, África y parte de Latinoamérica-) no habían adoptado el orden liberal. Esa fractura se fue ahondando durante los años sucesivos, y se acentuó con la guerra de Ucrania. “The West and the rest”: Occidente y el resto. Se iniciaba una nueva guerra fría, un supuesto escenario de competición estratégica entre China y EEUU. Pero la nueva irrupción de Trump y su inédita interlocución con Rusia nos anticipa algo más sombrío: ¿y si en lugar de competición estratégica entre los nuevos imperios asistimos a un escenario de cooperación estratégica entre ellos? ¿Y si pactan para repartirse el mundo? Groenlandia para EEUU, Ucrania para Rusia, Taiwán para China. Ahora sí, Europa se enfrenta a una amenaza existencial. En el peor de los casos, podemos imaginar un esfuerzo deliberado de esas potencias en debilitar la UE.  Mientras crece la pobreza y la inseguridad, el voto gira hacia los extremos. Supongamos que aparecen fuerzas centrífugas que rompen la unión. ¿Qué pasaría si Francia o Alemania la abandonan? ¿Y si desaparece el euro? ¿Qué ocurriría si algún país, con indisciplina fiscal endémica, empezara a imprimir moneda propia para pagar sus cuantiosas deudas? El camino a la miseria estaría abierto, y sería muy corto.

¿Estamos a tiempo de defender el modelo de paz y libertad europeo, con el Reino Unido desaparecido en combate, Francia sumida en una crisis política profunda, y Alemania noqueada económicamente? Confiemos en que sí. Todavía somos un continente poderoso. Entre las 10 economías más innovadoras del planeta todavía hay 6 europeas: Alemania, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Austria, Países Bajos y Suiza. Alemania, el motor continental, sufre una triple crisis originada por el incremento de sus costes energéticos (por el corte del gas ruso), la conversión de China, de cliente y proveedor a rival formidable; y la obsolescencia de una industria basada en la mecánica de precisión (que no supo hacer una transformación digital a tiempo). Pero Alemania sigue siendo la cuarta economía del mundo, y Europa es una gran plataforma científica. Si queremos reaccionar hay que reducir la maraña burocrática, y tratar a los europeos como adultos, no como adolescentes. La conversación global ha cambiado, y debemos saberlo. Nos asusta la inteligencia artificial, los chips, la energía nuclear o el gasto en seguridad y defensa, aunque nos preocupamos por el estado del bienestar, por nuestra sanidad y nuestras pensiones. Creemos que nuestras cotizaciones sociales se acumulan plácidamente en ahorro para el futuro, y no es así. Las cotizaciones de hoy pagan a los pensionistas actuales. Lo que pagará nuestras pensiones (o nuestra sanidad y educación) es exactamente lo mismo que lo que reforzará nuestra seguridad y sostenibilidad, nos dotará de soberanía industrial y energética e incrementará nuestra productividad y nuestros salarios: la I+D. Aunque todavía oigo muchas voces diciendo que no podemos invertir en I+D porque es demasiado caro y hay otras prioridades. ¿Qué prioridades, si todo se va a desvanecer si no nos situamos tecnológicamente a la altura de China y EEUU? ¿Dónde ha quedado el Plan Draghi? Hay que correr. Tomando el aforismo atribuido a Derek Bok, presidente de Harvard, si la innovación es cara, probemos la obsolescencia. Especialmente, en un mundo de depredadores.

 

 

 

 

 

 

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