
¿Somos algoritmos bioquímicos? ¿Somos máquinas genéticas programadas a través de millones de años de experimentación y supervivencia en la naturaleza? ¿Somos, en definitiva, tecnología química? (conocimiento genético condensado, puesto en acción por un tiempo limitado, con un simple propósito reproductivo). O, ¿hay algo más? ¿Algo transcendente, único (y quizás inmortal) llamado alma?
Según el filósofo israelita Yuval Noah Harari somos sólo algoritmos. Algoritmos bioquímicos que hoy se ven superados por algoritmos digitales. Por primera vez en la historia de la evolución humana alguien, externamente, sabe más de nosotros que nosotros mismos. Imaginemos que pedimos consejo a un algoritmo digital big data (supongamos, un SuperGoogle), sobre qué pareja escoger. “SuperGoogle, ¿con quién seré más feliz, con Marta o con María?” SuperGoogle nos podría decir: “María es mejor para ti. Tus probabilidades de ser feliz con ella en el medio y largo plazo son del 93%. Con Marta son sólo del 38%. Sí, ya sé que te gusta más Marta, pero es que estás sesgado por tus obsoletos algoritmos bioquímicos forjados durante miles de años en la sabana africana. Lo que te ocurre es que en esos algoritmos oxidados concedes demasiado peso al aspecto físico. Pero, analizando millones de casos con perfiles casi idénticos a los tuyos y a los de Marta (edad, estilo de vida, ideales, preferencias política, profesión, intereses personales, hobbies, peso, presión arterial, temperamento, carácter, antecedentes y cultura familiares), tu relación con Marta tiene una esperanza de vida de sólo 321 días y al final te generará un trauma”
Harari se plantea si el hecho de que algoritmos electrónicos externos tengan mayor capacidad de acierto en la toma de decisiones que las personas puede influir en la esencia de la civilización occidental, inspirada en el principio de la libertad individual. ¿Influiría una muy elevada capacidad de anticipar el futuro en nuestros procesos de toma de decisiones? La elección es la autoridad suprema en el mercado (es bueno aquello que el consumidor, libremente, decide que es bueno), en la democracia (es bueno aquello que los votantes, libremente, deciden que es bueno), en el arte (es bello aquello que los observadores libremente juzgan como bello) o en la ética (es ético aquello que se juzga como ético), entre otras muchas cosas. No hay valores absolutos sobre lo que es “mejor” o “peor” en infinidad de dimensiones humanas. Pero, ¿y si un algoritmo digital tiene más información y capacidad predictiva de los efectos de la toma de decisiones en el mercado, en política, en creatividad o en dilemas éticos?. Unos alumnos chinos me comentaban “¿para qué queremos votar, si tenemos tantos datos que ya sabemos qué es lo mejor para nosotros?” ¿Cuántas decisiones críticas tomamos a lo largo de la vida? Pareja, estudios, trabajo, consumo, política… ¿Y si empezamos a externalizar ese tipo de decisiones a algoritmos digitales? ¿Seguiremos tomando decisiones guiados por nuestro instinto – un anticuado algoritmo bioquímico-, sabiendo de antemano que un potente algoritmo digital pronostica su fracaso?
Si sólo somos algoritmos, surgirán otros algoritmos que nos superarán, y eso nos generará profundos conflictos existenciales. Pero, ¿somos sólo algoritmos? Imaginemos que sustituyéramos nuestras neuronas por conexiones equivalentes de silicio, de forma progresiva, una a una, hasta tener un cerebro de semiconductores ¿Llegaría un momento en que, aún manteniendo la capacidad de raciocinio, dejaríamos de ser nosotros? ¿O seguiríamos siendo nosotros, conscientes de nosotros mismos, con nuestras emociones intactas?
No lo sabemos. Si realmente somos algoritmos bioquímicos, un día u otro, la ley de Moore permitirá desarrollar sistemas electrónicos totalmente equivalentes a los naturales. Quizá, como una propiedad emergente, esos sistemas tomen consciencia de sí mismos, y desarrollen un ego (y con él, emociones: envidia, generosidad, ternura, desprecio, amor u odio). Pero si somos algo más que algoritmos bioquímicos, entonces una máquina jamás nos superará. Moore y el tiempo nos desvelarán el enigma.
Los algoritmos no tienen pecado original. El error no entra dentro de los parámetros de la fría lógica, donde no existe la libertad, el ser humano por ese regalo de los dioses (la libertad) puede decidir no deducir.
Buen artículo para reflexionar más.