Un blog para los apasionados de la Innovación 6.0

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Poder y progreso

Si quieren palpar como están cambiando las corrientes de fondo del orden global, visiten la web “Investing in America” de la Casa Blanca. Verán en un mapa, en tiempo real, todas las inversiones acumuladas en cadenas de suministro estratégicas impulsadas por los planes de estímulo de Biden. Suman ya 615.000 millones (casi la mitad el PIB español) en semiconductores, baterías eléctricas, biomanufácturing o energías limpias. EEUU está viviendo un boom fabril, una nueva revolución industrial, turbopropulsada por la administración. La actividad en fabricación avanzada es 20 veces mayor que en 2019. Se van a crear 250.000 empleos. El país, cuya economía florece, es ahora un agresivo polo de atracción también para empresas europeas, como Siemens, que acaba de anunciar una inversión de 510 millones en Texas.  Tecnonacionalismo y reindustrialización son la respuesta a gran escala a la famosa “trampa de Tucídides” que relató el antiguo historiador griego cuando explicaba las guerras del Peloponeso: fue el temor de Esparta ante el surgimiento de Atenas lo que desató el conflicto. Un episodio que se repite periódicamente en la historia de la humanidad: la competencia estratégica entre potencias dominantes y emergentes, que suele resolverse en favor de quien desarrolla la mejor tecnología. China, el aspirante, avanza con decisión. Parece que los nuevos móviles Mate Pro 60 de Huawei incorporan chips de 7 nanometros, varias generaciones por delante de lo que creíamos que eran capaces de hacer las foundries chinas. O han escapado a las sanciones americanas, o han hecho algún tipo adaptación de equipos occidentales, o han conseguido ya esta tecnología. Sea como sea, las viejas reglas del comercio internacional, diseñadas por la OMC y destinadas a crear un mundo económicamente simétrico, saltan por los aires. Adiós a la globalización, tal como la habíamos conocido. El mundo se fragmenta en dos bloques (o tres, o cuatro, si consideramos Europa y el mundo islámico). Pero el viejo continente sigue viviendo el sueño de 1989, cuando pensamos que el futuro iba a ser un plácido y acogedor sendero de crecimiento, paz y derechos civiles garantizados.

La globalización ha colapsado bajo el peso de colosales errores internos y externos. Internos, porque fue colonizada por una ideología financiera y unas empresas sin propósito que laminaron las clases medias, sustento de las democracias fuertes. La automatización y la deslocalización, en aras de maximizar el valor financiero de la acción (indicador que, según los teóricos de la época, condensaba toda la información de las compañías) dejaron a dos generaciones de americanos y europeos sin empleo, sin ascensor social y sin esperanza. Con la pobreza, afloró el populismo. Externamente, errores consecutivos de política exterior en Irak y Afganistán (tras los atentados de las Torres Gemelas), desestabilizaron Oriente Medio al tiempo que un fuerte sentimiento antioccidental recorría el mundo. Rusia se fortalecía y Asia despertaba y aprendía pacientemente de las inversiones extranjeras, en un modelo de desarrollo que iba desde la producción low-cost al control de la investigación científica en pocas décadas, con la educación de excelencia y la innovación tecnológica como prioridades nacionales. Pese a que la mejor máquina de prosperidad que ha inventado la humanidad (la economía de mercado y la democracia liberal) seguía creando riqueza como nunca, el sistema no fue capaz de distribuirla internamente, ni de irradiarla externamente. Así lo explica Daron Acemoglu, profesor del MIT, en su nuevo libro “Poder y Progreso”: el desarrollo tecnológico por sí solo no garantizó el bienestar. Élites e instituciones extractivas (otro concepto acuñado por Acemoglu) debilitaron las democracias y las carcomieron por dentro. Occidente controló la tecnología, y ejerció el poder, pero eso no se tradujo en progreso ni prosperidad compartida. Y hoy, aunque no lo parezca, somos una excepción: dos tercios de la humanidad no ha asimilado el modelo occidental. Dibujen una diagonal, de Vladivostok a Patagonia, y prácticamente no encontramos democracias: Rusia, China, el Cáucaso, Oriente Medio, África, el Caribe… Reaparecen las fronteras: físicas (muros), económicas (aranceles), y digitales (ciberseguridad, vigilancia electrónica). Un bloque alternativo a Occidente se consolida (baste ver la reciente cumbre de los BRIC). Las placas tectónicas entre sistemas entran en ignición (Siria, Ucrania, Israel, el Sahel…). Según el politólogo Graham Allison, 12 de los 16 casos de competición estratégica entre superpotencias a lo largo de la historia han acabado en conflicto bélico. Sea como sea, el mosaico resultante de la implosión de la globalización será determinado de nuevo por la tecnología: se dibujan territorios y corporaciones generadores de know-how, que acumularán poder y progreso; y territorios y corporaciones consumidores de tecnología, dependientes de los primeros.

Acemoglu concluye que “podemos y debemos recuperar el control de la tecnología y redirigir la innovación para que vuelva a beneficiar a la mayoría”. Desafortunadamente, no me parece que estemos en esa línea. De hecho, tengo la impresión de que somos los violinistas del Titanic, interpretando una vieja melodía en un mundo que se hunde. La productividad de la economía española es de las más bajas de la zona euro. Nuestro sistema educativo se aleja de la excelencia. El desempleo juvenil ronda el 27% (el mayor de la UE). Los más cualificados buscan oportunidades fuera. La renta de las familias no ha crecido desde 2007 (mientras se ha incrementado un 22% de media en la OCDE). ¿Cómo escapar a nuestra particular trampa de Tucídides? La ciencia, la innovación, la educación y la industria deberían ser prioridades nacionales absolutas. Pero jamás quedan recursos para ello. Solo una referencia: el déficit tecnológico en I+D de la economía española es de unos 17.000 millones (esa es la cantidad extra que deberíamos invertir en I+D para estar al nivel de Alemania o Japón). Más o menos lo que significó la última revalorización de las pensiones con el IPC. Si quisiéramos, podríamos.

Artículo publicado originalmente en La Vanguardia. Imagen hecha con Stable Diffusion

  

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