Un blog para los apasionados de la Innovación 6.0

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Trusted Innovation (Innovación de Confianza)

En 1992, cuando fue consultado sobre la necesidad de disponer de una política específica sobre semiconductores, Michael Boskin, presidente del Consejo Asesor en Asuntos Económicos de la Casa Blanca, respondió: “chips de patatas o chips de semiconductores, ¿cuál es la diferencia?». Lo que quería decir, en el fondo, es que no importaba el corte sectorial de la economía, mientras ésta creciera. Cómo crecía (la dirección del crecimiento) no era de la incumbencia de los gobiernos.

En ese momento de incipiente globalización, el mundo se percibía como un gran campo de negocios, enmarcado en un plácido contexto de convergencia económica. En un mundo plano y estable, de hegemonía norteamericana, las cadenas de suministro globales extenderían sus tentáculos por todos los resquicios de la geografía, buscando siempre el menor coste. El mercado era el gran sistema organizativo, el agente decisor supremo; y decidiría siempre en función de la estructura de costes más eficiente. Jack Welch, presidente de GE y paradigma del directivo de la época, afirmaba “pondría mis empresas en balsas y las llevaría al lugar más barato del mundo”. La complejidad del control de las cadenas de suministro, cada vez más extendidas, sería solventada por la emergencia de internet. Ésta facilitaría la coordinación, trabajando con cualquiera, en cualquier parte del mundo. Lideraríamos en la distancia, a través de plataformas digitales. El mundo debía ser plano, según el best-seller homónimo de Thomas Friedman. El mantra de la época era externalizar operaciones, deslocalizar a lugares baratos, variabilizar costes y mantener en permanente tensión competitiva a los proveedores. La única obligación de un buen directivo era maximizar el valor de sus accionistas. Milton Friedman (premio Nóbel de economía). afirmaba que esa era la única responsabilidad social de la empresa. La teoría de la “economía de goteo” (trickle-down economics) postulaba que, enriqueciendo a los más ricos, la riqueza desbordaría hacia todas las capas de la sociedad y generaría prosperidad compartida. Por ello, cualquier intervención en el mercado era vista como “contaminación”, una interferencia en un mecanismo automático que actuaba con la pureza y frialdad matemática de un sistema físico. Las grandes marcas occidentales acumulaban todo el poder de negociación. Ellas serían las integradoras, pero el trabajo lo harían otros, a menudo en países lejanos y con contratos de corto plazo, subastados a precio.

La combinación de la apertura de mercados lejanos y baratos, la externalización excesiva (nada mejor para incrementar rápidamente un EBITDA que eliminar o centrifugar los gastos en I+D), y una generación de directivos volcados en la eficiencia operativa y guiados por el cortoplacismo del valor de la acción llevó a una pérdida de capacidades tecnológicas e industriales que afectó al conjunto de la industria occidental. Lo que podía externalizarse, se externalizaba. Primero, la manufactura; luego la ingeniería. Proveedores lejanos, desconectados o excesivamente presionados en precio tendían a reducir sus inversiones en I+D, lo que redundaba en pérdida de calidad y de control a largo plazo. Ecos de aquella época reverberan hoy: Boeing, empresa clave en el ecosistema tecnológico norteamericano, arrastra años de problemas técnicos, y encadena una serie de incidentes que se suman a los infaustos accidentes del 737 MAX. Quizá todo ello se deba a decisiones que se incrustan en el corpus ideológico económico y de management de principios de los 2000. Boeing, una empresa de profunda alma tecnológica, desconectó en 2001 su centro de decisiones estratégico y financiero del potente clúster de ingeniería de Seattle, y lo llevó a Chicago. El movimiento se interpretó como una señal para Wall Street: la empresa iba a tomar decisiones basadas estrictamente en resultados financieros, sin dejarse influir por la cultura de ingeniería que la había impregnado desde su nacimiento. Desarrollos clave, como los del 787 “Dreamliner” se hicieron externalizando manufactura e ingeniería a grandes consorcios internacionales, trasladando parte de la responsabilidad de la I+D a sus proveedores. Con ello, se diluye el riesgo financiero de la innovación, pero se puede incrementar el coste de control y la fuga de conocimiento clave. De una producción y una I+D integradas en el clúster de Seattle, se pasó a trabajar en cadenas de suministro globales, con millones de piezas en circulación por el mundo, y el know-how parcialmente externalizado a los proveedores. ¿Qué es mejor para el desarrollo eficiente de productos complejos: una cadena global de suministro o un clúster territorial? Para competir en coste, mejor externalizar. Para competir en innovación, mejor reconcentrar actividades y tratar la I+D como proceso estratégico y cercano.

La innovación es un fenómeno de proximidad, que se da con especial eficiencia con bucles de interacción constante con proveedores fiables, en entornos homogéneos y bajo relaciones de confianza. El conocimiento tácito (todo aquello que no se explicita en documentos técnicos) se transmite mejor en la corta distancia. La innovación abierta es un paradigma válido, pero su eficiencia decrece con la distancia: es mucho más potente en la proximidad. En el nuevo entorno geopolítico, los marcos de management están cambiando muy rápidamente. De una “open innovation” cuyo campo de juego era la economía global conectada digitalmente vamos a una “trusted innovation” (innovación de confianza) generada en clústeres locales de I+D. De los modelos competitivos basados en ofrecer los mejores precios en el mercado global, a las alianzas estratégicas de proximidad. De la búsqueda del menor precio, a la búsqueda del mejor precio superponiendo criterios de calidad, resiliencia y seguridad. Eso, a corto plazo, genera inflación, indudablemente. Pero no olvidemos la fuerza de la I+D: la tecnología es una fuerza deflacionaria, que tiende a reducir el coste de los procesos (incluso, en algunos casos, llegando al coste marginal cero). El desajuste inflacionista será compensado si somos capaces de enfocar recursos en I+D de mejora de procesos.

Los problemas de Boeing son un reflejo de los problemas de la industria americana y europea, que ha centrifugado sus competencias clave durante tres décadas, invitando a fabricantes asiáticos a recoger el guante, aprender pacientemente y emerger como nuevos líderes globales. Los keiretsu japonenes, o los chaebol surcoreanos son grandes eejmplos de plataformas de cooperación público-privada y consolidación de relaciones de confianza y capacidades tecnoindustriales locales y estables en el tiempo (clústers)

Tras las disrupciones en cadenas de suministro derivadas de la pandemia, y en el nuevo contexto geopolítico, el mundo ya no es un mercado homogéneo. El nuevo escenario competitivo se gesta sobre un mosaico de clústeres tecnológicos donde el ganador será quien controle el conocimiento científico más avanzado, y más rápidamente lo traslade a la industria en sectores estratégicos como aeroespacio, biotecnología, microelectrónica, nuevos materiales o inteligencia artificial. La economía postglobal tendrá como actores fundamentales los clústeres territoriales que integren I+D e industria avanzada sobre sólidas redes de confianza. Cuanta más densidad de conocimiento, industria, confianza e interacción local, más capacidad de competir globalmente en este nuevo mundo fragmentado. Es el momento de revitalizar nuestros clústeres.

 

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